Hay un cuento que me gusta contar, donde la muchacha, de dieciséis , quince años, toma el colectivo de rigor a las siete y siete todos los días para estar a las siete y veintitrés en la puerta del colegio y todos los días cruzar el umbral a las siete y veinticinco con el timbre. Sin fallar.
Nunca en la historia fallan, ni ella, ni el colectivo, ni el timbre… mientras la mujer, de seco amarillo el pelo, se balanceaba acompañando el vaivén y el último de la derecha empuja queriendo no sabe qué; Alicia -Alicia se llama nuestra muchacha- no sabe bien cómo, pero en un movimiento cualquiera y complejo se fue lloviendo y el segundo se le hizo segundo y el “y veinte” se le hizo inmenso y el “y diecinueve” se le fue perdiendo y el “y dieciocho” se le escapó junto con el gesto de colocar la moneda en la máquina, porqué nunca, jamás, volvería a ser “y diecisiete” de ese martes que la fue tomando, y dejó y ganó un parpadeo exacto e inenarrable de vértigo, mientras el reloj se aferraba al pasamano, al viaje y el colegio. A las siete y veintiuno de Alicia, en cartel inmenso, maldita noticia, de frente; Nunca, nadie, nada iba a detenerse. Ni ella.
Sin saber si era vida o tiempo bajó en la esquina de todos los días, Alvear e Independencia, siendo una distinta, o nueva, de la que subió en la Avenida, y escuchó el timbre y veinticinco.-