(Por Marta Jáuregui, médica y escritora) ESPECIAL.
El mundo está atravesando una crisis que pone en peligro las vidas humanas.
Creo que nunca algo se percibió tan corporalmente en cada persona y en la sociedad global.
Nos sentimos ciegos frente al peligro que nos acecha, privados del contacto y confinados a espacios limitados.
Todo se resignifica. Y en esa transformación, todo pasa por el cuerpo.
Nos sentimos apretados en nuestras propias casas. El espacio y el tiempo se perciben de manera distinta. Los espacios se achican y los tiempos se agrandan.
La gestualidad cambia con la atención puesta en no tocarnos la cara, ni acercarnos a otros, ni tocar nada que no esté limpio.
El trabajo se resignifica. Quien está licenciado añora su puesto. Quien creía que un chofer, un barrendero o un verdulero cumplían roles sin valor, ahora se arrepienten. Quienes renegaban con las rutinas de mantenimiento de servicios públicos, ahora comprueban su importancia, quienes se sentían ignarados o mal pagos, ahora se emocionan con los aplausos desde los balcones.
Todo funciona para mantener lo esencial: la vida.
También se desnuda lo otro, lo superfluo, lo banal, lo tóxico.
Y así nos encontramos, desnudos frente a una verdad universal, que es que sólo el amor puede salvarnos.
Algo bueno nos diferencia de los animales. Ellos no pueden salvar a otro animal enfermo.
Nosotros sí.