Los pelos de Inés abrazaban, poseían con su fuerza, con su brillo y volumen exactos.
Si los plantamos en el jardín van a dar flores. Bromeaba mamá.
Al mes de haberla matado y enterrado en el patio, Pedro vio que empezó a brotar un mechón; era sedoso, luminoso, un montón de pelos tan en libertad, cayendo al fondo del cielo.
Tuvo que convivir con ese árbol todos los años de su vida, cada aniversario de su muerte. Lo podó con cuidado en cada otoño. Las flores eran lenguas que le recordaban que Inés, la esencia de Inés iba a estar ahí; en sus pisos, en su ropa, en la cama, en el plato, en su cabeza maldita, para siempre o hasta que las canas la tomen por completo y se marchite.