Cada vez que vuelvo encuentro en la cocina la hornalla encendida, las cortinas levantadas en la sala, cada vez que vuelvo, vuelvo a contar escalones hasta la planta alta y me encuentro allí con el mueble bajo de dos estantes donde nosotras, las cuatro, en cuatro portarretratos distintos, miramos a los que suben vestidas de novias.
Cada vez que vuelvo recupero en gran parte la superficie de mi propiedad privada, el lugar de la bombilla, la yerba, las llaves, las servilletas, la birome, las pantuflas, la gotas que curan todos mis males.
Cada vez que vuelvo, mi madre, todavía, con el mismo delantal, prende su montaña de carbón en la parrilla, reniega porque ya no puede arrancar yuyos, su voz le pone a mi nombre un sonido inicial, sospecho que le da órdenes secretas a los espejos para que me devuelvan la mirada limpia.
Pero no importa cuantas veces vuelva, hay un espacio que nunca conquisto, parece tener sus huellas dactilares como clave, porque las mías no logran resolver el acertijo y me detengo allí, a encomendarme, ante el altar donde apila sus libros y apoya sobre ellos, sus postales.