Tengo la costumbre de revisar el buzón de cartas, estoy segura de que no tiene ningún sentido, nunca llega nada para mí, además de las facturas de servicios a fin de mes, pero igual, lo reviso casi siempre que paso frente a él. Está en mi lista de compulsiones junto a mi necesidad de ordenar la ropa por color.
Hoy pasó algo, es mitad de mes y desde la puerta de casa advierto que el buzón no está vacío, elaboro mil hipótesis mientras camino por el pasillo.
Hay papeles, muchos.
Podría ser la herencia de algún familiar que sé que no tengo.
La admisión a la universidad a la que nunca me inscribí. Podría ser alguien demandándome por algo que no hice.
Una secta invitándome a entregarle la fe que nunca tuve.
Una carta de arrepentimiento de aquel que me había olvidado.
Mi propio telegrama de renuncia.
Abro la puertita verde oxidada, agarro la pila de papeles. Leo. Son deudas, de mi vecino.