Siempre pensé que el día de mi muerte sería un día especial, algo así como un día conmovedor, un día que dejara huella.
Había pasado muchas veces frente a los velorios, siempre me sorprendió la naturalidad con la que la gente pasaba frente a la muerte.
Dentro del pequeño salón algunos lloraban, afuera otros hablaban del clima, del trabajo, de la crisis del país, a pocas cuadras los supermercados trabajaban como si nada. Y es así, la gente se muere cualquier día, y así fue también conmigo, un día cualquiera.
No recuerdo bien cuándo fue, ni las causas, ni el color del cielo ese día, dicen que las almas borran el recuerdo del momento mismo de la muerte.
El día de mi muerte fue un día cualquiera. La gente se entera, se organiza el funeral, ese día todo giró en torno a mí, pero yo no estaba. Cancelar actividades, faltar al trabajo, vestirse de negro, pensar qué decir, actividades que la gente hace los días de muerte, los días cualquiera.
Yo ese día no tuve que hacer nada más que contemplar.
Un día cualquiera, ¿por qué morirse un día cualquiera? No había manera de hacer que ese día fuera especial, que la gente lo recuerde, hacer trascender ese día, hacerme trascender a mí misma.
El día de mi muerte fue un día cualquiera, se me ocurre una sola manera de mejorar esa mierda: que mis días de vida, esos días en los que sí estoy presente, que esos días no sean días cualqu