Ernesto Jaime Constantin nunca había dejado salir el grito. El grito estaba ahí, latiendo, creciendo. De chiquito, era introvertido y observaba con envidiosa repulsión las largas tiradas de prescindibles ideas obsoletas, clamadas con aplomada seguridad, para al final no expresar nada ni suscitar en él un deseo de respuesta que impulse decir algo que valga la pena. Por lo tanto, solía quedarse callado mientras los demás soltaban verborragicamente sus banalidades. Pero, al mismo tiempo, el rencor crecía. Rencor por la envidia, la injusticia, esta maldita incapacidad de expresar más de dieciocho sílabas seguidas sin ser interrumpido por el incontrolable reflejo de verificar las reacciones de su breve auditorio, para luego dejar amablemente la palabra a cualquier impulso espontáneo de insulso comentario totalmente carente de interés.
“Estoy harto!” soltó por fin, durante una calurosa tarde de diciembre, en su oficina, frente a los otros contadores que habían acudido para pedir – más o menos disimuladamente – su ayuda para el cierre del año. A veces, parecía que sólo él disponía de un elemento psíquico que se llamaba claridad mental y que los demás mortales se le acercaban ineluctablemente como buitres para arrebatársela.
Frente al inesperado grito, quedaron todos congelados, desconcertados. Hasta Milena, la única compañera que apreciaba, más por sus curvas que por su intelecto (pero nunca lo admitiría), le observaba con espanto.
Quisiera haber generado una muestra de autoridad, pensó durante una fracción de segundo. Pero sintió, por lo contrario, que le miraban como un tipo raro. Una sensación demasiado conocida, de la cual no sabía cómo despegarse.
Antes de que alguien dijera el famoso refrán falsamente condescendiente “Estas bien, Jaime?”, tenía muy poco tiempo para decidirse entre tres opciones:
- Seguir gritando verdades hirientes y dejar en su lugar de una vez por todas a todos los inútiles que le rodeaban, rompiendo vínculos establecidos en meses de cordiales relaciones laborales.
- Intentar explicar con redondeados argumentos que le estaban pidiendo demasiado y que sus expectativas en cuanto a su rendimiento era excesivo, a pesar de su constante voluntad de buscar la excelencia, etc, etc…
- Simplemente esperar la pregunta retórica y responderle como si fuera importante, poner un parche de falsa amistad sobre la incómoda situación y seguir adelante después de un break de quince minutos, que aprovecharía para escuchar la voz de Milena expresándole su sincera preocupación, tomar un café e impulso para seguir la alegre farsa de cada día.
De su elección dependía el resto de su existencia, ya que se le ofrecía la oportunidad de romper esquemas anclados en él desde la primera infancia. Entonces se convenció, automáticamente, lógicamente, que debía dar el paso hacia la libertad de expresión y decir lo que tenía guardado desde hacía demasiado tiempo. Alegre y confiado, se disponía a abrir la boca cuando una vertiginosa angustia le aprisionó los músculos de la tráquea, bloqueando el paso del aire a sus pulmones, llenando su visión de una extraña oscuridad. Se desmayó.