– Llegué a la ruta.
La mujer estiró la columna, como no dejándose vencer, mientras me venía acercando, e inmediatamente la inercia de sacudir los brazos en alto, en gesto de hacerse ver, hizo que me detenga.
La miré sosteniendo el auto en marcha.
– Sentí que los ojos se me iban a saltar de la cara, como si un batallón de hormigas me estuviese mordisqueando la piel, empujando a las dos esferas, poco digeribles, fuera del cuerpo.
Suspiré, tomé aire y embuché el vacío en la panza, pero nada pareció suficiente.
El auto era rojo, y no era un Gol, el hombre siguió como impávido y demorado en bajar la ventanilla que, acto seguido, en perfecto movimiento se fue deslizando. Sin preguntar, estaba ahí, parado, a disposición.
Yo no lograba entender que estaría entendiendo el tipo, pero tenía que volver, tenía que retroceder con ayuda y mientras este cristiano lo fuese, el apuro estaba fuera del auto.
Hasta ese instante, no sabía si era alto o corto, solo uno de los automovilistas, de los tantos que pasaban, y paró.
Después se me iría esclareciendo, pero como también somos la hora, o el instante y él estaba, para mí fue su acto lo que lo volvía largo, alto. Apoyé las manos casi muertas en el marco de la ventanilla baja y sin pronunciar ni una sola palabra, ni él, dejó que subiera. No sé, porqué.
– Gire, necesito ayuda, es acá nomás, a un par de kilómetros por el camino de tierra.- Le dije mientras se me cruzaba de lleno la ilusión de que todavía no estaba perdida.
Volver sobre la ruta en u, no es lo más conveniente, así que esperamos, aunque a ella le urgiese.
Lejos de la recta, el acantilado de piedra que bordeaba la traza, en un corte de la sierra, me llevó a poner o tomar marcada conciencia de los lados, cuando dijo: gire, asegurándome que no nos sorprenda un automóvil desde el bajo, y giré; no sé si ella, que guardaba silencio, como si su cabeza fuese un tumulto de dichos y frases de esos que quitan el habla, mientras la cara se le revolvía en un amasijo de gestos.
Las ruedas sin mayor esfuerzo comenzaron a desandar el tramo que había caminado como loca, arrastrada por el impulso, sin pensamientos, o enmarañados de tanto que se hicieron blanco, espacio para que todo ocurra, aunque lo cierto era la emergencia, la agonía del sin tiempo que se produce cuando este pareciera detenerse y el otro, lo desconocido en un alto, que es breve, brevísimo, de tan presente, hace que lo confundamos con espacio. Volaba, y debía permanecer sentada o acelerando sin manejo.
Viramos en sentido sur, y después de esos metros livianos en contrario, pude indicarle que tome la entrada del camino adyacente que se presentaba. Entró.